Allen Ginsberg (1926-1997) pasó ocho meses en un hospital psiquiátrico porque tuvo una visión de William Blake que le duró una semana. Cuando ingresó allí llevaba bajo el brazo un ejemplar del Bhagavad Gita, el libro más importante del hinduismo. 13 años más tarde William Blake, definitivamente convertido en su gurú, aunque ya no en forma de alucinación sino de póster, le acompañaría a un viaje de un año por la India que compartiría con el que sería su pareja sentimental durante tres décadas, Peter Orlovski (1933-2010), y, parte de él, con el matrimonio formado por los poetas Gary Snyder (1930) y Joanne Kyger (1934), que entonces residían en Japón. Estamos hablando de 1961 y 1962, una época en la que todavía la contracultura estaba buscando referentes intelectuales y espacios mentales y geográficos donde asentarse. Ginsberg, que poco antes había dejado atónitos a los mejores cerebros de su generación con su poema Aullido, y después de probar el denso aire de fumadero que era el Tánger del momento, con William Burroughs y Paul Bowles como sumos sacerdotes, decidió seguir el consejo de uno de sus sueños, donde se le aparecía la India como la “tierra prometida”. Fue una manera de oficializar lo oriental como uno de los ingredientes principales de la nueva poesía, de la nueva política y de la nueva filosofía de vida.
Peter Orlovski y Allen Ginsberg, en Calcuta en octubre de 1962. / Corbis |
Estos diarios de Allen Ginsberg son varios libros a la vez y ninguno. Varios libros: un libro de poemas (alguno de los cuales, como “Meditación somnolienta en la habitación”, se encuentra entre los mejores de su producción); un libro de sueños (en uno se santifica la Basura, en otro revive un perro de juguete, en varios se asesina o se folla, en otro hay naves espaciales y una inquietante Agencia Central de Control Cósmico Estatal, en muchos aparecen famosos como Krushev, Gandhi, Cary Grant o Churchill); un registro de las enfermedades que le van aquejando a su autor a lo largo del camino (bronquitis, fiebre, inflamación en el brazo, lombrices, diarrea, herida en el pie, conjuntivitis, problemas renales, cólicos nefríticos, vómitos, flemas, tos); un libro sobre drogas y sus efectos (bhang, datura, ganja, opio, morfina, pastillas de mezcalina y psicocibina, bencedrina), tema sobre el que interroga a un joven Dalai Lama, además de a muchas otras personas religiosas con las que se cruza, y al que se ofrece a proporcionar peyote y LSD; un libro de teoría poética (estupendo el resumen que hace en varias entradas de los nuevos principios poéticos basados en la libre asociación, en el flujo mental, en la “métrica de goma”, en la poesía como sadhana o práctica espiritual, en la yuxtaposición aleatoria, en la intuición a la hora de disponer las palabras o en la ruptura de la sintaxis); un libro de versiones de hermosos poemas bauls, una secta de miembros semi analfabetos que van por las aldeas de Bengala cantando a la divinidad; un libro de ciudades y personas de la India, de trenes (siempre en compartimentos de tercera clase) y monumentos, de campos de arroz y playas, de hoteles de mala muerte y de calles oscuras; y un libro, en fin, de los mil y un personajes (Whitman y Kali, Gertrude Stein y Shivananda, Rembrandt y Anandamai, Pound y Swami Satyananda, Cézanne y Kabir, Popeye y Ramana Maharshi, etc.) que asaltan su escritura como bandoleros una caravana de comerciantes, es decir, para robarle sus prejuicios y la información acumulada a lo largo de tantos años y dejarle en un estado de pobreza esencial imprescindible para convertirse en el santo que quiere ser.
Estos Diarios indios de Allen Ginsberg son todos estos libros y también, en efecto, ningún libro: porque estos fragmentos tan heterogéneos, y los libros, como acabamos de ver, en los que podrían agruparse, se van borrando los unos a los otros a manotazos, se empujan mutuamente fuera de las páginas que los contienen, se desdicen a gritos, se niegan con todas sus fuerzas hasta que al lector, que asiste estupefacto a esta lucha de estilos y de asuntos, acaba viendo solo el blanco que hay detrás de ellos e identificándose más con éste (el blanco o cero absoluto de la iluminación) que con el pretendido sentido literal de esos fragmentos.
Allen Ginsberg, que se pasea por la India en dhoti y camisa de leñador, se pregunta si va “contra el dharma matar mosquitos” (los aplasta contra sus brazos, contra las portadas de sus libros, contra la camisa blanca de Peter), cree que “es asunto de cada ser crear sus propias divinidades” y se angustia porque no sabe qué hacer con esa vida suya “desprovista de toda idea”. También se siente culpable por pararse a meditar estas cosas en vez de “prestar atención aquí a las calles y a las figuras cotidianas de la India”. Pero sí que les presta atención: la India de Ginsberg es inmediata, creíble, honesta, generosa, abierta, contagiosa. Una India a la que él no se resiste, como hacen tantos viajeros timoratos, irrespetuosos o insensibles, sino a la que se entrega con pasión y sin idealizaciones.
Fuma pipas de opio y de bhang con los santones polvorientos y desnudos en la calle, se deja robar plátanos por los monos que entran en su casa de Benarés, duerme sobre plataformas de madera a la orilla de un río, se pasa horas enteras contemplando la cremación de los cadáveres, se para a describir perros, ardillas, búfalos, vacas, niños, comerciantes, policías… Una India a la que el autor no le quita la palabra ni, prepotente, le ofrece la suya para que se explique a sí misma (otro defecto de tantos extranjeros que han pretendido, a veces en visitas de un mes o menos, saber más que la Sabiduría). La India de alguien que se había pasado ocho meses en un hospital psiquiátrico, muchos años atrás, leyendo el Bhagavad Gita, ese libro que le advierte a uno que su principal enemigo es el yo. Quizás Allen Ginsberg no encontrara en la India la tierra prometida que había visto en un sueño tenido en Tánger, pero lo que sí es cierto es que su testimonio, estos diarios, puede darle a muchos las coordenadas para encontrarla.
FUENTE: EL PAIS
No hay comentarios:
Publicar un comentario